Camino de Santiago · Viajes

Buen Camino

Si por algo se ha caracterizado este último año mío, ha sido por el cambio. Pocos aspectos se han quedado tal y como estaban hace doce meses.

Por eso, cuando hace no demasiado en una insustancial conversación por teléfono salió el tema de ir al Camino de Santiago, ni me lo pensé. Qué mejor en ese momento en el que parece que todo va cuesta abajo, que el Camino del Peregrino, un Camino interior, para reflexionar y para reconectar.

Aún se guardaba mi bromista preferido una carta en la mano, y a finales de febrero se derrumbaba la casita de paja. Un poco más de confusión para mí caos reinante.

Con pocas salidas, y menos ganas, solo me quedaba yo misma para seguir adelante. Y así, empecé a andar con un único objetivo: el Camino de Santiago.

Poco a poco iban transcurriendo los kilómetros, muchas veces con mi fiel peludo al lado, pocas, sola con mi música. Con cada paso se iban desvaneciendo algunos de los fantasmas que me habían amenazado (y con muchas llamadas de teléfono y horas de mi sofá preferido).

Y llegó la semana de partir, volvió un viejo amigo: el miedo al cambio, al fracaso. ¿Sería capaz de hacer tantos kilómetros?¿Cómo voy a dormir allí?¿y si no hay comida? Poco faltó para que me tirase del barco, pero esta vez no iba a hacerlo, era hora de demostrar que tanto trabajo en los últimos años no había sido en balde.

Nos íbamos a Burgos, aunque me tuviera que ir andando para llegar a Madrid, iba a hacerlo por mí misma, desde la salida, ésta era mi prueba.

Llegar a Burgos fue una odisea, dormir fue otra. Un grupo de gente de edad madura, decidieron que tenían que compartir su algarabía por haber terminado su viaje con el resto, y cuando sus gritos y risas terminaron, dieron paso a una retahíla de ronquidos que dificultaron nuestra primera noche.

Empezaba el Camino.

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